domingo, 15 de enero de 2012

Prometieron que valdría la pena.

En ese momento, su boca estuvo sobre la mía y no pude evitarle. No sólo porque era miles de veces más fuerte que yo, sino porque mi voluntad quedó reducida a polvo en cuanto se encontraron nuestros labios. Este beso no fue tan cuidadoso como los otros que yo recordaba, lo cual me venía la mar de bien. Si luego iba a tener que pagar un precio por él, lo menos que podía hacer era sacarle todo el jugo posible.
Así que le devolví el beso con el corazón latiéndome a un ritmo irregular, desbocado, mientras mi respiración se transformaba en un jadeo frenético y mis manos se movían avariciosas por su rostro. Noté su cuerpo de mármol contra cada curva del mío y me sentí muy contenta de que no me hubiera escuchado, porque no había pena en el mundo que justificara que me perdiera esto. Sus manos memorizaron mi cara, tal como lo estaban haciendo las mías y durante los segundos escasos que sus labios estuvieron libres, murmuró mi nombre.
Se apartó cuando empecé a marearme, sólo para poner su oído contra mi corazón. 
Yo me quedé quieta allí, aturdida, esperando a que los jadeos se ralentizaran y desaparecieran. 
—A propósito —dijo como quien no quiere la cosa—. No voy a dejarte. 
No le respondí, y él pareció percibir el escepticismo en mi silencio. 
Alzó su rostro hasta trabar su mirada en la mía. 
—No me voy a ir a ninguna parte. Al menos no sin ti.

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